domingo, 27 de marzo de 2011

CIUDAD

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Antes que rielara la aterida luz
de las últimas farolas del alba, aun antes
que los ebrios, briosos, consumaran el narcótico letargo
que los absolvería de las laceraciones del tiempo,
bajo la música nocturna, primordial, como encofrada
en las fulguraciones apolíneas del Jacarandá,
yo te amaba.
Te amaba a pesar de la oscuridad que se abría,
como sangre en la rosa, sobre aquella, ya huida,
fluctuación de la pureza contra el horizonte álgido   
y en los remolinos del calor sobre la tierra ajada.
.
En la muerte, te amaba; y aun en el murmullo incipiente  
de un lejano, y, hasta diríase, pasivo declinar de la vida, 
que al despertar el niño, una vez, súbitamente,
lo arrojaron al mundo.
Te amaba, sobre todo, en la pulverización de los ángeles,
y en el retazo de ternura de los rostros aleves;
en el lento derrumbe de la memoria    
sobre una reminiscencia de nubes violáceas;
en el contraste, te amaba, ay, ¿entre cuáles colores?
y en la corrosión del hollín contra los apetitos sublimes.
A la vera de las vidrieras, por los huecos sombríos,   
cuando era duro el invierno y distante
la sonrisa de los niños y
silente como las tumbas remotas el domingo,
yo te amaba.
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